viernes, 8 de abril de 2011

EL TESORO FLOTANTE


 
Por Agustín Pallarés Padilla.
(LA PROVINCIA, 11-III-1976).

El cachalote (Physeter macrocephalus)

Sabido es que nuestro archipiélago se encuentra estratégicamente situado, a manera, por así decirlo, de filtro o malla retentora de objetos flotantes en las circunvalaciones periféricas de ese descomunal remolino que forma en el Atlántico Norte la gran corriente del Golfo. Pues bien, esa especie de enorme ruleta natural suele distinguir a nuestras islas frecuentemente con el premio o regalo de algún que otro valioso pecio de los tantos que arrastra en su constante movimiento giratorio, fenómeno que ha dado nacimiento a una de las actividades de más vieja raigambre en el archipiélago y de las más lucrativas en ocasiones de cuantas nuestra sufrida clase pescadora puede ejercer al margen de su intrínseca labor profesional, o sea, al vulgarmente llamado ‘costeo’, recorrido periódico que se acostumbra hacer a lo largo de la orilla del mar en busca de los preciados ‘jallos’ o despojos de naufragios u objetos de procedencia varia que las olas arrojan a la playa.
Entre los ‘jallos’ de más valor pecuniario que hayan jamás hecho su aparición en aguas de nuestras islas en todo tiempo se cuenta aquella famosa sustancia llamada ámbar gris constituida por ciertas concreciones intestinales del cachalote, ese gigantesco mamífero pisciforme que vive en el mar, materia prima sumamente codiciada en tiempos pasados como droga empleada en la elaboración de diversos productos en las industrias de la cosmética y la farmacología, debido a lo cual alcanzaba entonces cotizaciones elevadísimas en el mercado hasta el punto de poderse catalogar, como en el título se consigna, de auténtico tesoro del mar.
Dos al menos han sido los casos de estas pellas o bloques de ámbar gris aparecidas en Lanzarote que por las especiales circunstancias juridicocontenciosas a que dieron lugar se preservaron en las crónicas de la época permitiéndonos de este modo haber llegado al conocimiento de tan singulares acaecimientos.
El primero de estos hallazgos se sitúa, sin mayor precisión cronológica, por el periodo de culminación de poderío del que fuera primer conde y marqués de Lanzarote, el brioso don Agustín de Herrera y Rojas, época que abarca las últimas décadas del siglo dieciséis.
Por esos años un vasallo de don Agustín apellidado Gutiérrez –por cierto, descendiente directo del último rey aborigen de la isla, Guardafía–, tuvo la inconmensurable dicha de encontrar encallada en la costa una de estas pellas de considerable tamaño a juzgar por el equivalente en propiedades rurales recibido como pago de la misma.
A pesar de que una de las cláusulas del pacto de vasallaje concertado entre los habitantes de Lanzarote y su señor, preceptuaba taxativamente el libre usufructo de las riberas del mar, “para que cualquiera pudiese recoger el ámbar, con calidad de presentársela para que si quisiere le pagase a tanto por onza”, según palabras de Viera y Clavijo, historiador que registra el hecho, lo cierto es que, imbuido el marqués de un exceso de autoridad que en ningún modo le correspondía, quiso, valiéndose de astucia e intimidación, apropiarse indebidamente del ámbar sin pararse en mayores escrúpulos. Mas el tal Gutiérrez, hombre por lo visto avisado, de carácter tenaz y sobrados recursos, ante tamaña abusiva actitud de su señor, ni corto ni perezoso tomó pasaje a bordo de un barco que se dirigía hacia la Península, presentando ante las superiores autoridades de la capital del reino sus justas reclamaciones por tan flagrante atropello, consiguiendo de este modo una total satisfacción a sus maltratados derechos.
Para que el lector pueda juzgar del enorme valor que tal mercancía alcanzaba entonces digamos que el marqués don Agustín de Herrera se vio obligado a resarcir a su vasallo por el ámbar que le había usurpado, con la entrega, nada menos, que de “La Vega de Tahíche, parte de la Dehesa de Ye y del cortijo de Iniguadén con otros territorios”.
El segundo bloque de ámbar gris de que tenemos noticias, que alcanzó asimismo una señalada resonancia en la historia isleña, acrecida en parte también, como en el caso precedente por la relevante personalidad de su comprador, fue encontrada en 1590, o sea, poco más o menos por las mismas fechas que la anterior .
La transacción de compraventa se llevó a cabo entre un tal Juan de Vega, presunto hallador del ámbar, y el célebre genealogista sevillano Gonzalo Argote de Molina, yerno del marqués de Lanzarote y avecindado en la isla, como parte compradora.
El precio convenido por el ámbar fue de 1.500 ducados, de cuya suma hizo Argote de Molina una entrega inicial de 1.500 reales, comprometiéndose a saldar el remanente de la deuda en varias letras.
Se sabe por diversos documentos que reflejan las incidencias que acompañaron a este turbio negocio, que el mismo fue causa de toda una serie de acciones litigiosas interpuestas por la parte vendedora debido a determinadas irregularidades o incumplimientos observados por el comprador en el pago previamente estipulado.
Digamos por último que, como reminiscencia toponímica de la recogida del ámbar gris en nuestras costas, se conservan aún los nombres de ‘Playa Lambra’, en la islita de La Graciosa, el cual no es otra cosa, según atestigua el capitán inglés Jorge Glas, quien frecuentó nuestras islas a mediados del siglo XVIII, que una simple deformación de ‘Playa del Ámbar’, y el de ‘Roque Lama’, corrupción asimismo de ‘Roque del Ámbar’, que se encuentra muy cerca de donde se alza el Hotel San Antonio, lugar en que, según todos los indicios, fue donde el mar varó el primero de los bloques comentados.

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